Aqui estan las Historias Bellacas y otras narraciones

Aqui estan las Historias Bellacas y otras narraciones
Javier Milanca

martes, 10 de marzo de 2009

comentario de HIstorias Bellacas por Omar Perez Santiago

Historias bellacas son cuentos sin grietas. Se nota desde el inicio que Javier se divierte escribiendo, no como otros que escriben para aburrirse. Son 19 cuentos cortos, concentrados, que hablan de seres algo perdidos, pero vitales. El narrador está concentrado en dos cosas. Las damas y los bares. Mujeres de todo tipo y estirpe, algunas reconocibles, circulan por los cuentos como, por ejemplo, Susy la meretriz, la Caracolera cubana, la bella de Cartagena, la inefable Juanita Chávez, la rubia de los barrios bajos, Scarlette, Betzabé la hija del pastor y la inolvidable Camboyana.“La Susy no tiene en la memoria la cantidad de abortos que ha hecho y se ha hecho. Entre la cumbia de sus piernas pasó el amor fugaz y la pasión parrandera. Durmió de día y vaciló de noche.”Y sobre la Camboyana cuenta como quedó después de unas fiestas:“No encontró nunca sus calzones en el desbarajuste de soldadesca en que quedó convertida la casa después de la fiesta y tuvo que irse a capela, protegida sólo por la reciedumbre de un jeans que el raspaba como lija nueva”Y otro tema preferido del libro son la historias de bar, como el primer cuento del libro “La noche sin voz” sobre un señor llamado Tiburcio Cañas, un borracho muerto caminando.“Se le ocurrió sorprenderlos, apareciendo de sopetón y cantando La Joya del Pacífico con su canto lloradito. Saltó con su gracia saltimbanqui y entonó con todos sus pulmones ¡Eres un arco iris de múltiples colores…!”Pero nadie lo sintió, ni siquiera lo miraron. Fue el Flaco Morales el que habló:“El primer tema va a ser un homenaje a nuestro amigo cantante que está en otro mundo: Tiburcio Cañas”De un carácter esperpéntico es el cuento El Ojo. Sobre un ojo que apareció dentro de una vaso.Hay algo del retrato afectivo de personajes populares del escritor Osvaldo Soriano, sus narraciones sobre gentes tan entusiastas como perdedores. Hay en los cuento de Milanca una visión desgarrada, con humor, ternura, horror, desenfado verbal y léxico escatológico y cuyo tema central es el desamparo en el que mezcla temas de provincia y del folklore genuino y profundo. Una suerte de crónicas fragmentadas algo amargas, picantes y divertidas de gente y costumbres que el autor conoce bien y que recuerdan las influencias del premio Nóbel español, José Camilo Cela.En el libro alguien dice que “a falta de París, siempre tendremos Illapel”. Me entusiasman estos cuentos pues los valen y son un verdadero aporte. Es sorprendente que en Illapel se escriba de un modo que pueda compararse a la mejor literatura nueva latinoamericana. Lo digo muy en serio. Los cuentos de Javier Milanca fortalece una nueva corriente que yo llamo Realismo Chungo, que propone los temas de la identidad en nuestras difusas sociedades populares y villanas, con logrado humor y punzante ironía.Milanca de algún modo viene a cerrar y abrir círculos en los que la literatura se ha estado dando vueltas como la corriente de Mcondo que surgió en Chile con Alberto Fuguet y la corriente del Crack mexicano que surgió en 1996 con El manifiesto de Jorge Volpi, Ignacio Padilla y otros. Literaturas oficiosas, con formatos codificados, reelaborados, parodiados del pop y los medios de comunicación y con unas ganas de ser entendidos por las metrópolis. Literatura sin nación, sin ubicación geográfica y con intentos de ser o creerse globalizada.Milanca retoma realidades latinoamericanas fuertes, en ambientes de desecho, sobre personajes populares reconocibles en cualquier lugar de América latina, en esos suburbios de las ciudades, en la frontera de lo legal y lo bizarro, amantes de las madrugadas y secuaces de la noche. No es casualidad, quizás, que estos cuentos de Milanca aparezcan en el mismo momento en que se produce el crack del 2008, la caída mundial del capitalismo del desastre, como lo llamó Noami Klein. Milanca abre un nuevo círculo para presentar una realidad no presente en los medios de comunicación, realidad muy chunga, de mala calidad, difícil y enrevesada, que dejó el paso de la globalización.

domingo, 8 de marzo de 2009

Javier Milanca Olivares. Profesor de Historia y Ciencias Sociales. Nace en Valdivia en 1970, durante su paso por la Universidad Austral se compromete con la actividad cultural y política estudiantil como escritor, cantante y poeta. En Valparaíso participa en publicaciones independientes de relatos y poesía. Una vez en Illapel publica cuentos, poesía y autopublica poemarios como “La Balada del Remiso” y “Las Flores del Mall”. El 2005 gana el concurso de poesía de los 250 años de Illapel. Junto a músicos locales participa en el grupo musical Takupay cumpliendo participaciones en distintas ciudades de la región. Los cuentos aquí presentes son una compilación personal de distintas épocas y paisajes que han sido publicados en el diario “La Provincia del Choapa”.


Este libro fue publicado gracias al aporte brindado por el señor Alcalde Luis Lemus Aracena y por el Concejo Municipal de la comuna de Illapel.






comentario inicial

Historias Bellacas es una grata sorpresa. Son cuentos, con alto manejo estético, del lado B latinoamericano, de realidades fuertes, quizás chocantes, violentas, en ambientes de desecho, sobre personajes populares, (putas, borrachines, caníbales, camboyanas, necrófilos, dictadores y cantantes de bolero) reconocibles en cualquier país de la región y que despiertan en el lector sentimientos de cariño y desprecio a la vez. Estos “galanes” viven en los suburbios de las ciudades, en la frontera de lo legal y lo bizarro, son amantes de las madrugadas y secuaces de la noche.

Así como hay Realismo Mágico o Realismo Sucio, también ya hay Realismo Chungo, que es algo fuerte y algo canalla, popular y perdedor. Ya no es Bukosvky, ya no es el Macondo chileno –unilateral relato de cierta juventud-, y a diferencia de la literatura mundializada de la generación del Crack mexicano, el Realismo Chungo de Historias bellacas propone los temas de la identidad en nuestras difusas sociedades villanas, con logrado humor y punzante picardía.


Omar Pérez Santiago


































Dedicatoria
Dedico este libro a mi compañera Alejandra
Y a nuestro hijo Amaru “mi volantín chiquitito, colita cortada, mi trompo cucarro
Carita rosada. Llegas volando a este jardín, que sea de oro el sol que te toque vivir”




Agradecimientos:
Agradezco a mis padres por la sabiduría que me enseñaron.....y que muy pocas veces uso
A Claudio Olivares por las conversas
Al Pichoko por las cervezas
A la Carola de la Fuente ....por la locura
A Mi abuelita “Cotó” por la delicadeza de sus manos.





PRÓLOGO
Tenemos el placer de leer una colección de relatos en extremo interesantes. Son cuentos brevísimos. Desde el punto de vista estilístico, constituyen un buen ejemplo de concisión aparte del vuelo poético que mantiene de principio a fin.
Es cierto que la narrativa pertenece a la prosa, pero la poesía está presente y no merma la calidad del estilo. Al contrario, le confiere brillo, como una buena tela ayuda al lucimiento del modisto.
Quien sabe si a alguien le llame la atención lo breve de los relatos. Una virtud que cuesta adquirir y que pocos escritores logran. La brevedad es el alma del ingenio y la prolijidad solo su cuerpo y ornato exterior. Escribir un buen cuento corto, requiere habilidades superiores en el manejo del idioma.
Un ejemplo interesantísimo lo encontramos en el cuento “Continuación de los Parques” del gran Julio Cortazar. Un paradigma de concisión. Quien pueda escribir uno de esa calidad puede considerarse merecidamente como un habitante del Olimpo. Javier Milanca por ese capítulo va en esa dirección y sentido.
Continuando con el aspecto formal, diremos que en el arte no basta ese soplo divino al que llaman inspiración. Es como decir “Tengo una idea pero no se como expresarla”, a ese le falta técnica literaria. La mayor parte de los escritores nobeles carecen de esa habilidad que normalmente se forma mediante la lectura de grandes estilistas y mucha práctica.
En este libro nos encontramos con una técnica refinada, buen manejo de la sintaxis, vocabulario amplio y sencillo, exento de trabalenguas y palabras ignotas, recién sacadas del diccionario. En los cuentos de Milanca encontramos ritmo en la frase, ritmo del párrafo, y música o eufonía lo que hace especialmente agradable la lectura de relatos que pueden ser horripilantes por su crudeza. Estos cuentos resisten una dura prueba que es la lectura en voz alta.
No queriendo extendernos en el aspecto formal, diremos que por el libro desfilan seres desfavorecidos por la diosa fortuna. Una galería de gente desgraciada, viviendo existencias precarias, sin posibilidad de salida. Si debiéramos clasificar este tipo de literatura quedaría razonablemente en algo que va mas allá del “Realismo Sucio”. Se reconoce esta tendencia porque sus personajes no son estrellas del cine o el deporte, no son príncipes que cabalgan en princesas encantadas, gobernantes o tiranos magníficos. Son personas comunes y corrientes, con sus vidas frustradas, a veces satisfechos con su desgracia y que la perpetúan apoyando a sus opresores haciendo suyo sus valores espúreos.

“LEGE, QUAESO”
Roberto II Morán C.
Escribidor











LA NOCHE SIN VOZ.

Al maestro Luis “Flaco” Morales


Tiburcio Cañas había dormido dos o tres días seguidos después de una borrachera de fábula. Al despertarse ya no sentía siquiera el sonido de las venas que lo habían atormentado reventándole la cabeza y lo tenían extraviado de la paz y la realidad. Se levantó con un bienestar desconocido y una armonía con el mundo que lo hicieron disfrutar del día asoleado que entraba por los huecos de la ventana. Afuera, como siempre ¿Cómo de traje azul-cielo se derretía magnífico a boca de jarro de los cerros y el viento mañanero sacudía con chasquidos de látigo sábanas recién lavadas que se movían cómplices desentrañando sus secretos nocturnos de mercenarias del amor clandestino.
Llevaba, si pudiera contarlos, dos días sin voz. No podía emitir sonidos. Sin embargo, la mudez de su garganta no era dolorosa, sino ciegamente callada que lo dejaba postrado a un estado desconcertante y solitario en que más parecía un muñeco sin cuerda, un mono porfiado sin habla. Recién ahora sentía paz en su cuerpo, por fin tenían asueto sus cuerdas vocales, sus más entrañables músculos, que le habían servido de sustento en su trasnochada vida de cantante porteño y que con el correr de días con muchas lunas y pocos soles, las sentía agrietadas en carne viva.

No consideró la necesidad de echarse su agüita para bajar a la calle, la frescura de la vida lo había imbuido de un espíritu despreocupado e indolente. Bajó las escaleras casi flotando por encima de los gatos que se estiraban como una acordeón de pelos. Percibía como su cara se iba moldeando en una sonrisa eterna y no le importó que no le respondieran su caricaturesco saludo las verduleras que siempre le pedían, a cambio de zanahorias o apio picado, una canción como sólo él sabía cantarlas, así como llorando.
Con saltitos de payaso y movimientos de malabarista llegó a las baldosas deslavadas de la plaza Echaurren. La pileta tenía un agua fresca que lo invitó a zambullir su cabeza sin dudarlo, bailó con las palomas piojentas y le limpió los mocos con su propia camisa a un borrachín que dormía plácidamente en un asiento. Caminó las calles del puerto como un sonámbulo sin hambre y sin esa sed que se le aparecía como arena caliente en la garganta. Con extraño placer entró al mercado y comenzó a alterar el orden de las cosas. Sin que las garzonas se dieran cuenta, cambió de cocinería las alcuzas y el servicio que había en las mesas, alborotó los aparadores de frutas y verduras. Una vez afuera, le escondió el cuchillo a una limpiadora de reinetas. La vida sin voz parecía no ser tan mala y hasta la noche se le asomó feliz jugando a las escondidas con unos niños en la calle Cajilla.
Llamado fuertemente por el eco de las cantinas, el ajetreo de los parranderos que se inquietan al ver aparecer la primera estrella del turno de la noche, se encaminó atolondrado hacia sus canchas de tirador de manga. Los locales se comenzaban a llenar y los primeros vasos también empezaban a ser vaciados. El silencio cínico del día se estaba repletando con las resonancias inequívocas de la bohemia de ¿Cómo. Encontró en “Lo de Pancho” a sus músicos, afinando frente a unos gringos deslavados y unos estudiantes bulliciosos, dispuestos para comenzar a tocar. Se le ocurrió sorprenderlos, apareciendo de sopetón y cantando la Joya del Pacífico con su canto lloradito. Saltó con su gracia de saltimbanqui y entonó con todo sus pulmones ¡ERES UN ARCO IRIS DE MÚLTIPLES COLORES.......! Pero nadie lo sintió, ni siquiera lo miraron. Claro, cayó en la cuenta de que su garganta tenía sordina, de que su voz ya no era instrumento. Por eso no lo vieron ni lo sintieron. Lo atacó la primera angustia después de un día de tranquilidad esplendoroso. Él estaba ahí, parado frente a ellos como tantas noches y trancas, sus colegas, sus socios, sus compañeros le hacían un vacío por no tener voz. Quiso gritar, cuando el Flaco Morales, maestro sin igual del requinto, dijo emocionado con su voz llena de piedras:
- El primer tema va a ser un homenaje a nuestro amigo cantante que está en otro mundo Tiburcio Cañas, que ojalá nos está mirando desde el cielo.
Tiburcio, recién entonces trató de entender el orden impreciso de la muerte y el silencio. Comprendió en su corazón inerte, que para un cantante de puerto no son nada mas que la misma cosa.












LAS MANOS DE LA SUSY



La Susy no tiene en la memoria la cantidad de abortos que ha hecho y se ha hecho. Entre la cumbia de sus piernas pasó el amor fugaz y la pasión parrandera. Durmió de día y “Baciló” de noche. No le tenía miedo a la vejez, creía que no llegaría a ella y que se moriría jovial ahogada a las puertas de una ponchera como corresponde. Hasta que se dio cuenta que los huesos no la seguían porque le costaba trabajo un pasito nuevo que trajeron las más jóvenes. Se le vinieron los años con malos humores impertinentes y con un tufo que antes no tenía. El cigarro suelto, el vino matapenquero y demasiados besos a la madrugada convirtieron su boca en un abismo pestilente.
Ya no la piden para acostarse con ella, sólo la piden los que saben para que manosee con sabiduría los cuerpos de los obreros escuálidos que no tienen tanta plata. En eso no le gana nadie, sus ásperas manos expertas y a bajo precio provocan erupciones generosas ahí debajo de la mesa mientras los demás son sombras ajenas que bailan y se restriegan.
......Y ella ríe cuando sus manos hurguetean entre los calzoncillos mugrientos lo que su cuerpo ya no puede y no quiere recoger.




















LA CARACOLERA.


Era una mulata cubana y vieja, perdida en esos cerros del puerto. Llegó a Coquimbo enseñando salsa y terminó enseñando amor. A pesar de sus años a cuestas todavía tenía el andar altivo de gacela africana. Era espectacular: con sus caderas de diosa de la fertilidad, con sus muslos duros de loza negra, con sus hombros de Quinchamalí. Tenía una cintura pulida a lija fina, unos tobillos que eran como espadas oscuras. Sus pies, abanicos de cinco puntas con uñas pintadas a rojo sangre. Sus pechos de limones sombríos y una risa a carcajada batiente que mostraba sin tapujos un diente de oro de un dorado luciferino.
Mientras amaba, cantaba “babalú, babalú, ayé”. Yo la seguía con el coro de “songoro cosongo”. Ella se reía de mí y de Guillén. Me enseñó a bailar salsa, pero con sus músculos de galeote destrozaba mi cintura y renunció a la idea por que yo era muy huaso para el ritmo circumbirúmbico. Le enseñé a bailar cueca, pero cimbraba su cintura como Ceiba al viento y yo le dije que eso no iba en estas latitudes. Me respondió, que un baile en que no se mueve la cintura no es baile. En fin, terminamos de todas maneras comiendo tostones con empanadas mientras los barcos del puerto hacían sonar las sirenas para recordarnos que alguien se despedía y que otra vez nos anclamos cobardes a la seguridad de nuestra cama que con ella tenía el embrujante olor de gallina chamuscada. Me contó cuentos de jicoteas y calles de madera, de sonámbulos en el Malecón y de cómo las sábanas blancas cuelgan y aletean de los balcones de la Habana Vieja como si fueran cigüeñas gigantes, mientras todos cantan y siguen con la rumbita y las casas se vienen ¿cómo viejas porque a nadie le importa.
Todo terminó cuando decidió tirarme los caracoles y verme la suerte como si yo fuera un pálido mandinga fugado de alguna aldea de santeros.
- -¡Coño, Pinga Madre!- Dijo con voz raspada igual a la de Celia Cruz.- ¡Eres hijo de Changó y Yemayá juntos, la peor mezcla en hombres!
- Además soy Cáncer y Perro- Dije para mejorar el clima de su rostro, compungido por los destinos insondables de los moluscos tirados en el plato.
- ¡Deja la bobería! Te me vas por esa puerta chico, ¡no quiero un comemierda en mi casa!
Y así se selló nuestro amor tropical. Caminé por los “Zig-zag” escalas abajo fatalizado para siempre por el destino impredecible de un par de conchillas y la carga inmensa de estar predestinado por unos Orishás, o como creo que se llaman esos dioses negros, que nunca me presentaron como progenitores y que me condenaban a una blanca y descolorida soledad.



























TU TAMBIÉN IQUIQUE.


El dictador ablandó su rudo ceño de mármol. Se le bajó el moño y eso se le notaba en el temblor de sus cejas. Cuando su secretario personal entró con el acta oficial, revisadas mas de cien veces por los secretarios de sus secretarios, no quedaba la menor duda.
- También en Iquique ganó el NO mi general.
El dictador se dio una vuelta militar sobre sus tacos italianos fingiendo contemplar la foto de sus nietos en la playa de Santo Domingo. Todos habían sacado sus ojos, pero al verlos sólo uno parecía tener temperamento militar, justo el que llevaba su nombre. Recordó los teléfonos de cada uno de los miembros de la junta y decidió llamarlos urgentemente para que vinieran con sus trajes de guerra, en sus barcos, sus aviones y sus tanques.
De cualquiera lo hubiera esperado pero no de Iquique. Desde que ensayaba sus primeras galas militares y era apenas un generalcito provinciano, siempre pensó vivir su retiro en ese puerto, calentado por el tibio sol de una digna jubilación y el cariño que le profesaban los iquiqueños antes de que los corvos heroicos se convirtieran en colmillos de presa.
Pero ¿ahora?. Recordó a Julio Cesar mientras se calzaba la boina de combate y salía por la puerta decidido a repetir otra vez la historia.
Al pasar sintió la voz de su mujer que le dijo:
- ¡Ven a tomarte tus remedios oye! Acuérdate que mañana comemos con los niños, déjate de tonterías, cuando la oposición gobierne seguro le devuelven Iquique a los peruanos, ellos nunca han sido chilenos.
- Bueno viejita- Rezongó.
Ahora viejo se le bajó el moño al general. Ya no estaba para grandes jornadas, lo notó por que las lagrimas rodaron sin dificultad por sus arrugas y la voz con que cuadraba regimientos enteros se le atragantó en un carraspeo que nadie escuchó, sólo él.











LA BELLA DE CARTAGENA.

“Ojos que no me atrevo a ver soñar”
T.S. Elliot

Cuando ella entró al restoran pude sentir el peso de sus abismantes ojos verdes sobre mis espaldas corvadas. El ruido de sus tacos me dijo su edad, el tamaño de su breve cuerpo, la premura que llevaba su alma en fuga y la congoja resignada que tienen los que saben que pronto van a morir. Percibí de reojo cuando el pisco espeso que se tomó al seco se deslizó en su garganta. Pagó con billete, pero no muy largo. No esperó vuelto y se marchó. No necesité verla para saber que era de esas mujeres que alborotan para toda la vida el curso de los latidos del corazón sin que jamás vuelva a su pulso de antes.
Mi acordeón trastabilló en la monotonía de un vals y no pude seguir tocando a contra ritmos. Se fue rápido, como apresurada al encuentro de alguien que se ve pasar o huyendo hacia ningún lado. Sus aros de plata, con forma de ¿delfines? Quedaron sobre la mesa. El aire vacío de su ausencia dejó un perfume floral plácido que hacía doler el pecho por la certeza de que ni un minuto mas de la vida valía la pena sin ella.
La perseguí a tropezones, no sé bien si para entregarle sus aros o para sosegar mi espíritu atorado por la inminencia de sentimientos que ya creí sepultados y llenos de polvo en los últimos cajones de mi corazón. Me avergoncé que a mis años me dominaran los tiritones del miedo y que el sudor helado de mi cuerpo fuera nuevamente gelatinoso. La busqué por todos lados, no podía irse tan rápido, quería gritarle para espantar los murciélagos de mi ansiedad. Corrí desquiciado, como un niño a abrazar a su madre pero no estaba su presencia tormentosa. Me sentí hundido, reducido a mis remilgos, a los bufidos arenosos de mis pulmones de fumador insomne. No podría hallarla en medio de la turbamunda febril que atesta los veranos, en medio de los olores que me despistaban el rastro y que me extraviaban de su humanidad perturbadora.
Ella tenía el fino aroma de la inteligencia y la tristeza juntas, la paz inescrutable de unas manos acostumbradas a acariciar gatos y que, a pesar de tener el alma infectada de soledad, tienen la delicadeza de retocarse la vida con perfume de jardines.
El sol era lo de siempre en la terraza colmada con el espectro de un ejercito invasor que trae veraneantes a la Playa Grande. El tráfico lento, Las radios a gritos anunciando carnavales o el fin del mundo con el mismo chillerío desbocado. La sencillez del cielo abrasador se ve salpicada con el aire lleno de churros, algodones confitados y poleras baratas. Los cuerpos desvestidos pero listos para abrazar el mar exudan beligerancia y axilas descuidadas. A lo lejos siempre se oye el llanto lastimero de un niño perdido y la algarabía desaforada no da tiempo para admirar las olas y el perfecto sin fin del océano es como un cuadro que se cae de viejo.
No pude llegar a ella. Ni siquiera tocarla o alcanzarla ¿Y si hubiera llegado? ¿Hubiera podido detener su vocación de suicida, de su destino preclaro de lanzarse al mar violento en medio del gentío?. Pensé si acaso me estaba dando un ataque de chochería senil por perseguir a una desconocida para entregarle unos aros que al tacto se sentían comprados en la calle. Siempre ha sido así, es el rompeolas, el fin del camino que escogen los desesperados para lanzarse al mar inhóspito. No es primera vez que llego tarde, todos eligen la misma dirección y se reconocen por que llevan las marcas inconfundibles al caminar que tienen los que desean morir allí en medio de la multitud sin sosiego. La canícula arrebata los ojos y nadie ve como un cuerpo estragado por las tribulaciones se lanza al vacío mientras la fiesta de colores sigue cruel y ajena. El estar rodeado de gente produce un anonimato que siempre aprovecha la muerte impúdica para elegir quien tomará su carro.
Después, ese silencio total. Cuando un cuerpo cae al mar en Cartagena viene muerto desde antes, talvez de días atrás, semanas o años enteros. Es entonces cuando lo delatan los trámites previos que el alma exhala antes de dejar este mundo. Yo puedo sentirlos, como si fuera un libro que sólo basta con saber leer. Cuando tocan el agua desaparecen todos los ruidos y el mar se convierte en sepulturero silente. Y es simplemente eso, silencio que vuelve a interrumpirse por que este lado del sol está preocupado del veraneo de los vivos.
Por fin alcancé a sentir la humedad de las olas rompiendo en la terraza. Unos niños juegan a bañarse con el agua rompiente, un ladrón flecha pasa presuroso en su huída del lugar del crimen y no piensa volver. Busco mi pañuelo para esconder las lagrimas de mi derrota y la derrota del mundo y atesorar los aros ¿Cómo Delfines?, dudoso trofeo cuya tibieza se esfuma de a poco como si fuera una vela apagándose o una despedida lenta de tren en un andén.
Me marcho. Vuelvo a mi música de restoran, a tocar mis valses repetidos que sólo tararean los garzones. El dueño me espera en su caja de cobranzas con sus lentes a punto de caer:
- ¡Shiii!. Vo’ deberiai cobrar por adivinar quien se va matar cada tarde- Me espeta de entrada con su raciocinio de comerciante sin alma.
- Otra que no salvo también- Respondí cabizbajo. Me senté con incómoda resignación. El dueño lo notó.
- Tienes razón, no hay peor ciego que el que no quiere ver. A veces me gustaría ser ciego como tú.
Y ahí entonces caigo en la cuenta de que soy ciego de nacimiento, a veces lo olvido por que mi olfato me presta los ojos que no me sirven. A veces realmente, no debería ser tan ciego.









EL OJO.

“la realidad es un efecto producido por la falta de alcohol”
Rescate de Javier del Cerro en “TRIPLE X.”

Desde la profundidad de un vaso de líquido verde me miró. No pude esquivar el crisol que encendió la lúgubre esquina en que quedó abandonado, brillo de óxido maligno azuzado por los destellos del vidrio barato que lo envolvía. Era lo que podríamos llamar una perla sobre el pecho plácido de un cadáver, una joya del brazalete del mismísimo Satanás flotando en un vaso de cerveza enverdecido. Cualquier cosa de esas podría considerarse la más normal en este lado de la lluvia. Pero lo que en realidad era causaba aún mas escozor que el sol de frente: Era un ojo flotando en un vaso de Pilsener con menta.
Lo tomé con el asco propio de quien toma un murciélago destripado o un ratón convulsionado por los vómitos y se lo dejé al dueño del local en el centro de la barra. Él me miró con desamparo, angustiado ante mi hallazgo, como buscando explicaciones en su sucio entorno de mesas rústicas:
-No tengo idea quien pudo haberlo puesto allí- Me lo dijo indicando de soslayo, que él no se había movido de su flanco, agazapado en la seguridad hermética y la autoridad que da ser dueño de un boliche. Ellos nunca buscan ni dan respuestas, sólo sirven a diestra y siniestra vasos de vino, que son como vasos de vida, a quienes concurren a ese tugurio perdido en los Barrios Bajos de Valdivia.
-Disculpe, pero pensé que podría importarle, como usted es el dueño de este basural y un ojo viene a ser algo importante para alguien, digo yo- Siempre digo las cosas por su nombre. Uso eufemismos sólo con las mujeres por una cuestión de conveniencias logísticas. Cuando no quiero dormir solo por ejemplo.
-Que quiere que haga con ojos ajenos, si el dueño no lo reclama por algo será que sé yo ¿se imagina meterme en la vida de los demás y preocuparme en donde dejan sus ojos?. Fíjese bien y no le ponga color, podría ser de vidrio y un curado lo dejó.
El desgraciado tenía asquerosamente la razón. El hecho de que el ojo estuviera inerte, flotando a la deriva en un mar esmeralda pálido, daba para muchas preguntas, pero empequeñecía las respuestas. En fin, vaya con esta vida, el ojo estaba allí, mirando como un globo disparatado hacia las direcciones que accionaba el movimiento imperceptible del universo. Sin embargo, era de verdad y el nervio ocular aún estaba enrollado como las terminaciones rojas de una medusa muerta.
-Debemos encontrar al dueño- Dije a manera de terminar la noche en forma heroica y así a lo mejor disputarle la última caña de vino como ofrenda de derrota.
-Por lo menos sabemos algo, el dueño tiene los ojos verdes.
Otra vez el inútil tenía la razón. Lo que agregaba profundidad al color penetrante del vaso era, además del licor de menta, la intensa pupila musgo que daban al vaso la idea de la inmensidad de un océano de verde tan intenso, que parecía diluirse produciendo fulgores de espuma esmeralda.
-¿Quién lo habrá dejado por aquí?- La Pregunta era obvia, pero no me gusta quedarme callado.
-Déjelo ahí nomás como sabe si el dueño viene por él-
Entonces descubrí que el tarado tenía la razón por tercera vez en la noche y ya era demasiado. Siempre teníamos esos diálogos sordos en que cada uno hacía sus declaraciones de principios y al final, lo elemental de una conversación, se perdía en esa intrincada telaraña de hablar sin escuchar sólo por el placer de no parecer un estúpido conversando con las paredes.
-Si pues, Nadie anda tirando por ahí los ojos. Nadie en sus dos cabales de frente dejaría su ojo en este Bar de mala muerte.- Doble Ganada pensé.
El dueño prendió un cigarrillo, echó una voluta de humo. Pude ver que los pelos de su nariz se movieron como un trigal al viento y me miró:
-Acuérdese que en este bar de mala muerte usted debe ya bastante.
Un golpe bajo que no venía al caso. Estos mediocres siempre enrostran asuntos materiales cuando las cosas se están subiendo de nivel, que importaba ahora mi subida deuda, total algún día se la pagaría.
-O sea que si yo te pago, al local se le sube el pelo- La tuteada no fue casual y mi argumento tampoco. A veces abuso de mi ingenio y la ironía ya me a traído algunos problemas, como mi soledad por ejemplo.
-Si todos pagaran como corresponde, yo no trabajaría aquí atendiendo huevones- Entonces su voz se hizo ronca y el humo del cigarrillo se le confundió con un flato silencioso.
No me quedó otra que mirar hacia la ventana. Esa ventana de nylon que se azotaba anclada a sus clavos cubiertos de cartón, como un escudo miserable para el invierno valdiviano. Siempre la lluvia pierde el ritmo y lanza intervalos de mas fuerza sólo para mostrar que sigue viva y persiguiéndote los talones. Gracias a ella a veces se permite sacarle la atención a las cosas cuando se están poniendo del color espeso de las hormigas.
-A ver si entendí, si todos pagaran de una buena vez, usted se iría con su chinchel a otra parte, eso es lo que me quiere decir.
-Si todos pagaran yo no estaría aquí, ahuevonado-
No pude tomarle el peso a la nueva frase por que de nuevo vi que los pelos de la nariz se balanceaban como olas de mar. No se puede hablar con alguien en serio cuando su cara está de llena de flecos.
-Si todos los ahuevonados tuvieran plata para pagarle se irían a un lugar mejor.
A veces soy hirientemente genial, pensé mientras mi interlocutor, encendía la tele. El típico acto reflejo de derrota, lo doy por firmado.
-Si hubiera buenos clientes, este local sería mejor y así no dejaríamos entrar a cualquier huevón, como usted.
Estábamos empantanados, sin duda. Pero su lógica barata, tenía la elocuencia del jefe, del cabrón, del patrón, del que paga las minas, es decir de quien tiene el poder.
Quise comentar que hacía frío, pero estábamos suspendidos en nuestra guerra piojenta, cada uno en sus miserables trincheras. Y ahí comenzó de nuevo, siempre igual. Primero con esas ganas de matar por un vaso de agua, aunque yo sabía que no era agua. Después venia el ardor de una herida muda y acechante, una llamita de fósforo que terminaba en fuego de fragua. Ganas, ganas incontenibles de tomar vino, de sentir el sabor sangre rodeando mi lengua y mi paladar hasta integrarse a mis entrañas como si fuera leche materna, o parte de mi cuerpo, como otro cuerpo. Y de ahí, el temblor pausado de mi mano izquierda, como si cada uno de mis dedos no se conocieran, como si tuvieran prisa por marcharse y no quisieran sostener las venas ni los huesos, así lentamente la temblorina se transformaba en estremecimientos dolorosos, en erupciones repentinas que desencajaban las cosas de su sitio y yo ya no podía respirar ni pensar en otra cosa que no sea vino.
El miserable me miró de reojo, conocía esos espasmos, sus clientes eran los dueños de esos espasmos. Noté su aire de triunfo. En su maldita boca de pisquero nato, brillaron diabólicas sus tapaduras de oro. Se sirvió un combinado mirándome de reojo, viendo como el líquido incoloro se solazaba en la gaseosa negra, como si por fin se encontraran río y mar.
-Y bien, le sirvo una jarra de jote, pero me deja el vaso con el ojo a mí- Dijo triunfante enseñando la jarra plástica piñiñenta de vinos como si fuera la copa mundial.
Una jarra de jote, era un portento. Me bastaba con un vaso para sentir que nacería de nuevo. Así es que le lancé de un porrazo, seguro de machacarle un triunfo final:
-Hagamos lo siguiente, me da un vasito de vino puro sin bebida, por una semana, cada vez que yo se lo pida. La bebida se la puede entubar.
Se río. Ahí recién noté que nuestra conversación había llamado la atención de otros sedientos sin vida propia, que se reunían frente al Dios de turno de esa noche. Rieron como lacayos y callaron como falderos cuando él se puso serio.
-Trato hecho, pero cuando se termine el pagaré del vaso no te quiero ver mas aquí me escuchaste.
- Cuando se termine el plazo, voy a ser yo el que no te vea mas, maricón.
Gané de nuevo. Vencí en la ofensiva final.
Salí a la calle del invierno sin temblores en ninguna parte y con la dicha de que no los iba a tener muchos días. Llovía más que la cresta y Valdivia de noche parecía estar construida sobre una laguna y el cielo parecía ser una cascada desprendiéndose desde las mismas estrellas. Al llegar a mi casucha noté como el barro entraba conmigo y en todas partes. El “Pelusa” gruñó, pero siguió durmiendo en mi cama. Estoy seguro que el Pelusa me entiende mejor que los cristianos. Seguro que me ladró y me dijo hola.
Al otro día parecía sentirse que los árboles respiraban el aire sin agua, que el sol los hacía levantar los brazos en señal de júbilo inmenso. Despertarse con la seguridad de que por una semana mas no tendría sed, me hizo revivir de inmediato. Corrí a afeitarme, “borracho pero buen muchacho” decía mi padre y eso me daba la ventaja entre los otros borrachos. El espejo roto en mil partes eran mis días de mala suerte que comenzaban a agotarse. Cuando me ví por primera vez, me reconocí de inmediato. El reflejo traicionero del espejo hizo que me tocara el otro lado. Ahí estaba la cuenca vacía inerte de vida y de mirada, me faltaba el ojo derecho y que podía hacer, lo había cambiado por vino y ¿que podía hacer?. Cuando acabe la semana de plazo. Cuando acabe la semana de plazo tengo otro ojo disponible y ahí no verá a nadie. Dos semanas, Quince días son demasiados pensé.








La Inefable Juanita Chavez.

Nunca pude enojarme con la Juanita Chávez. Como enojarse con sus muslos de Alerce, con su frescura de nalca recién cortada cuando llegaba de Chaiten cargada de harina tostada con linaza.
Tampoco me enojé la vez que te encontré en el baño haciéndole un mamón a ese detestable poeta que presentó el Aullido como su obra y te calentaste con él con eso de que.. “hemos perdido lo mejor de mi generación y bla blas”.
Ni siquiera me enojé cuando vomitaste mi chaqueta nueva total era por mi cumpleaños.
Menos me enojé contigo cuando vendiste a tu hijo recién nacido a unos belgas infértiles que te pagaron un par de lucas y tus padres nunca se enteraron en el Chaiten de la distancia de que habían sido abuelos.
¿Como enojarse contigo? Si caíste en cana por guardarle una mochila a unos traficantes rascas y te cargaron dos meses adentro y no gritaste nunca.
Pero si me enojé una vez con la Juanita Chávez. La segunda vez que me pringó y la enfermera se solazó machucando mis blancas nalgas con las certeras cargas de penicilina y no pude dar mi examen por que estaba llorando de dolor y de dudas bajo un árbol y peor aun, pensando en el delicioso durazno de tu entrepierna..........
¿Y por qué no le pregunté al doctor si la gonorrea se pega también por la lengua?










La Rubia de los Barrios Bajos.


Se rayó completamente: Se desvistió en la ventana abierta vestida sólo con el velo de sus cabellos rubios. El viento valdiviano le ondulaba el coño. Y se reía, y se veía distorsionada como reflejo de espejo viejo. Inmensamente bella desde atrás, como creo que dice la canción, tu belleza hacía doler las muelas.
Una botella de tequila me miraba amable, iluminando como una lámpara tus ancas hormonales, tus panes blancos partidos por el hacha artista de Dios.
Me voy a quedar aquí hasta que alguien me vea dijiste. No sabías que sólo yo miraba tu cuerpo desnudo representante elegido como único diputado en el congreso de calientes del universo. Su delicado ramo de senos miraba con ojos rosados recibiendo en el ventanal la lluvia bautismal. Eras un acorazado desnudo que desafiaba a la escuadra invencible del invierno. Y no pasó nadie. A esa hora esos adoquines antiguos y destartalados no fueron usados. A esa hora no pasó nadie y los pajarones de Valdivia se perdieron de ver a la rubia, loca y borracha que danzaba por la ventana en pelotas y le daba la espalda a un pelotas que se devoraba el tequila.








las Alitas Caídas.


Nadie imaginó que su baile coquetón arriba del ring era una danza de conquista. Nadie imaginó que su mano derecha fuerte también podía acariciar los mentones y los hombros sangrantes. Nadie imaginó que el Número uno de los guantes de oro, que el Paladín de los sudamericanos, al que no le pegó nadie ni en el cuadrilátero ni en la esquina, el que se zumbaba a quien quería, al que no le quedó títere con cabeza en Los Lagos y sus alrededores, volvería de Santiago muerto y vestido de mujer.
Porque como conjugar su título de campeón de box con su clandestino hábito de irse a Santiago a revolotear de mariposa nocturna. Como figurarlo frágil y lechuguino, si todas las veces hacía rodar por el suelo a los machos de pelo en pecho que se le ponían por delante. Cuando la copucha se repartió entre los intersticios del pueblo nadie la creyó. Si estaba entrenando decían en San Miguel. Si cuida autos decían en la Cisterna. Si era sereno en Conchalí. Si era junior en Macul. Copero en Maipú, hasta que llegó muerto por una cuchillada nocturna y traicionera que no pudo esquivar con las fintas de sus mejores noches por que la pasta base y los zapatos de taco alto le entorpecieron su famoso baile de gorrión.
Ahí estaba ahora, en la vitrina de los muertos, cubriendo su palidez inerte con colorete. Su franco pelo duro se había trastornado en una brillante peluca rubia, el protector bucal lo había reemplazado por un lapiz labial escarlata, sus pestañas de indio eran ahora crespas y largas agujitas azabache. Nadie lo reconoció. Sólo dos cosas anunciaban que era el campeón, su nariz de aguilucho aporreado, estaba en la posición en que la dejan los guantes adversarios y que sus nuevos amigos santiaguinos no pudieron ocultar con mañas de maquillaje. Lo otro, era el cinturón de Campeón sudamericano que brillante e inútil estuvo todo el tiempo arriba del féretro y que lo acompañó como única flor en su viaje final hacia la tierra que lo recibía envuelto en perfumes de mujer y con guantes de boxeador.....










LOS GUAIRABOS AZULES.


Cada cierto tiempo corrían como una maldición, los vientos del despido masivo en la industria lechera de Dos Álamos. Así, iban cayendo los borrachines devotos del San Lunes, después venían los irreverentes de pelo largo que nunca quisieron cortar su cola y contribuir con su castración capilar a la blanca higiene de una empresa lechera. También caían los iconoclastas que importunaban con amenazas de sindicatos. Caían también los más veteranos con infundios despreciables sólo para no pagarles los años prestados al humo de esa incesante chimenea. A todos y cada uno de ellos podía llegar revoloteando en círculos estridentes el Guairabo Azul del finiquito. Y no era un proceso silencioso, pues el graznido inquietante del ave mal agorera encandilaba como con fuegos de artificio la tenue tranquilidad pueblerina, provocando espanto. Porque no era una maldición sólo para el que recibía el sobre en sus manos, sino que se repartía por el viento como la semilla de los cardos, multiplicando la congoja y la desesperanza en el fértil terreno de la pobreza sin remedio.
Y ocurrió que aquella mañana el maestro Huenchumilla llegaba puntual a eso de las seis de la madrugada a marcar su tarjeta. Ya habían estado revoloteando los amenazantes Guairabos por los hombros de varios de sus breves colegas. El maestro conocedor de su experiencia y su antigüedad sin parangón en la industria, jamás consideró siquiera la idea de que pudiera ser alcanzado por la sombra siniestra del azul destino. Mas aún, convencido de que los despidos muchas veces eran una purga justificable para el mejor desenvolvimiento de la única fuente laboral del pueblo y además sabiendo que el no estaba en ninguna de esas listas de indeseables, hizo el firme comentario, respaldado por la certidumbre de su inmunidad invencible:

- Me parece bien que caiga todo lo malo.

Pero por esas cosas del inescrutable sentido del humor de la vida, un apacible pero aciago Guairabo azul fue a posarse en sus manos enguantadas, justo al tiempo en que acaba de pronunciar la preclara sentencia anterior. Notó el semblante acusador de los demás trabajadores que lo escucharon y él como un moribundo o un suicida, repasó en un segundo toda su vida de obrero acosado por la sensación de que siempre es malo escupir hacia el cielo. Con la desazón de la impotencia que le atornilló la garganta, lanzó la siguiente frase sin cambiar el tono sardónico de la anterior:

- ¡ Chucha, tá cayendo bueno y malo !





LOS TIUQUES DE “LA NEVADA.”

(población de Los Lagos mi pueblo en la Región de los Ríos)

Como mortales bombarderos alados volaban los tiuques de la Población Nevada sobre nuestras infantiles y afiebradas cabezas. Había que verlos tejer el cielo con sus acrobacias imposibles, con sus gritos estridentes de burla, con una altivez de reyes cuando se sentaban en la punta de los pinos más altos o evitando las gotas de agua diaria que los dejaban mojados y convertidos en huérfanos desamparados.
La lluvia los volvía locos, el viento feroz del norte, que siempre fue de color gris, los convertía en guiñapos de plumas cuando los azotaba ferozmente en el suelo como si no supieran volar y se morían de a poco acongojados e inválidos. Serían treinta o cien pájaros de indescifrable vuelo que revolvían el cielo de invierno y dibujaban en la pizarra triste de las nubes los garabatos mas descabellados con su ir y venir, subiendo o bajando alborotados por el temporal de julio.
Sin duda su casa era esa morada de pinos inmensamente verdes, ese murallón infranqueable de ramas que castañueleaban con los suspiros de los caminantes y que jamás dejaron de tocarse ni aún en los días con menos viento y que producían crujidos de espanto por las noches y hasta gemidos de hembra amando con el roce sensual de sus ramas antiguas. Pocos se aventuraban a cruzar de noche su laberinto de oscuridad mortal que transformaba sus raíces, que sobresalían de la tierra como venas de anciano, en jabonosas trampas para los incautos.
Todo era para nosotros, los pinos con sus laberintos agrestes ideales para jugar a pistoleros e indios, o creerse invencibles tarzanes impúberes en sus escarpadas vertientes que veíamos mas altas que la cordillera. La libertad eran tardes enteras comiendo murtas o apiedrando a enamorados furtivos que se besaban a la sombra del olor silvestre. Cuan inmenso era el universo de los Pinos, cuan interminable sus rutas de misterio. Cuan nuestra era la infancia de rodillas peladas, cejas partidas, y codos alegremente sangrantes.
Hasta que llegaron las hachas de espanto, las motosierras de pánico y las huinchas aterradoras, y en una mañana de clases vimos como nuestro propio jardín de juegos se había convertido en un yermo desvastado, transmutado las carnes olorosas del pino en cadáveres de metro ruma, sólo por un par de hombres con cascos y risotadas de ejercito invasor y victorioso.
Ese fue el fin de la infancia dijeron muchos apresuradamente. Hasta ahí llegaron los gritos de los niños que no dejaban dormir la siesta a los padres que trabajaban de noche. Se acabaron los escondrijos para cimarras de alumnos desertores dijeron otros, se acabó el refugio de ladronzuelos, hablaron otros. Pero yo, mirando con tristeza el cielo, pajareando como me decían siempre, comencé a preguntarme por ellos, por los hijos de los nubarrones, por los danzarines del aire. No estaban por ningún lado, no podían verse ¿donde estarán ellos?, con sus destellos acróbatas, ¿donde se habrán ido a desafiar el viento?. Y con mayor razón ¿como podré conciliar el sueño y la realidad ahora que los gritos de los tiuques ausentes no me avisan ni me señalan, que aún estoy vivo?





DESENCUENTROS DE CINE.

Si es cierto, soy un ciudadano medio bruto, pero no para que lo dejen a uno mas botado que Humphrey Bogart a la subida de un avión. Pero como yo le decía a falta de París, “siempre tendremos Illapel”.
- “Hasta la vista..... Pendeja”- le dije a ELLA sin ninguna dureza.
Todo se funó por el cine, todo se fue al caño por una desavenencia cinematográfica. Si es cierto, hay amigos que se pelean a combos por futbol o por política, pero que una pareja se separe por diferencias de cine me parece muy felliniano.
Pero también contribuyó para mi desdicha esto de odiar y no conocer Santiago. En el Cine-arte que queda en Alameda me dijo ELLA, como si fuera un patio conocido o la recorrida casa de mi infancia, pero no, era eso que llaman El Gran Santiago. La gran nada, como si amontonar gente y cemento fuera algo grandioso. Y yo ignorantemente, escogí una sala antigua como en desequilibrio que me pareció digna de un ciclo de películas de Herzog.
Entré a los tumbos, mientras un guía algo desdentado me sonrió burlonamente y me indicó que esperara la película que ya estaba por comenzar. La silueta de ELLA no estaba por ningún lado. En la pantalla, algo roída por la incertidumbre y demasiadas películas aburridas pensé, tembló una luz pálida de farol colonial y comenzó una presentación que en nada podría parecerse a un Fitzcarraldo o Un Corazón de Cristal. Mas, al comenzar la cinta aparecen los créditos y el nombre de una joya de la cinematografía, el santo grial tantas veces buscado por los amantes del cine, de los verdaderos cinéfilos. Era esa peícula precisamente, se notaba por el loock setentero de la protagonista y la avidez de vientre de la perversa y cachonda madre. Nada de videos, nada de DVD mal copiados, era celuloide puro, el séptimo arte con todas sus letras. En grandes caracteres se podía leer el título de ese tesoro perdido, de esa magistral obra de arte, de esa ópera insuperable del cine de las tres equis: “GARGANTA PROFUNDA”. No daba mas de alegría, si eso no es cine arte, que otras podrían serlo. La vi completa, mientras ELLA seguramente sufría con el feo rostro de Klaus Kinsky en alguna sala que nunca fue nuestra.
No hubo un encuentro, no hubo abrazos, sólo semejante desplante lleno de cinefilia, de cultura pop y que me dejó literalmente rascándome mis partes:
- ¡¡Siempre anday mas perdido que colorín en Película de Spike Lee!!-. Definitivamente todo se había ido al carajo por culpa del cine. Y ese día quedé con el corazón tumbado y ELLA Scarlette,(que se llamaba Scarlette) no la vi nunca mas. Solamente me dejó un recuerdo y ese portazo que el viento se llevó.




EL TONTITO DE LAS CAMBUCHAS.

Cuando llegue mi hermano mayor lo primero que hará será decirle a los gitanos que se vayan para que la corten de andarse haciendo caca justo donde pasa mi mamá a buscar leña. Siempre tienen esa costumbre y lo mas penca que nosotros les vemos el poto, y cuando andamos con los cabros les tiramos piedras y ellos nos echan insolencias en castellano y en lengua.
Un día mi hermana dijo que los gitanos tenían los ojos bonitos y mi mama le pegó una cachetá y le dijo que no repitiera eso por que los gitanos embarazan con la pura mirada. El cabeza de Gúaipe, que es un amigo, dice que las gitanas tienen la chucha atravesada y por eso ellos culean en cruz, que el los ha visto pero yo no le ando creyendo todo al cabeza de Güaipe porque siempre inventa cosas para reirse de la gente.
Yo les tengo miedo a las gitanas viejas, por que esas se llevan a los niños escondidos debajo de sus polleras y ahí los crían hasta que tengan quince años, dicen que es para que se le pegue el olor a gitano y los niños crean que es su verdadera mamá. Cuando las veo me arranco y les saco la madre por que se espantan con insolencias igual que los brujos.

Cuando llegue mi hermano mayor me va ayudar a atravesar el túnel, a mi no me da, a los demás chicos si les da y yo soy el único que se queda muerto de julepe viendo como ellos parece que se los traga un tremendo mostro negro, corren dando gritos, y aparecen al otro lado con las manos llenas de hollín y la cabeza mojada por que adentro hay vertientes que según los chicos tienen gusto a bebida.
Una vez el cabeza de Güaipe agarró un gato lo bañó en parafina y lo tiró adentro del túnel con un fósforo, el gato corrió como un cuete y parecía una estrella fugaz que se quería agarrar de las paredes, hasta que se fue apagando de a poquito dejando el puro olor a cacho quemado como dijo que se llamaba el cabeza de Guaipe.
A veces lo chicos se corren de la escuela y se esconden en el túnel toda la mañana, le roban un tarro de salmón a la mamá y se los comen ahí dentro en lo oscuro. Cuando salen viene dándose tropezones, por que los ojos se le hinchan por estar tanto rato sin ver y sin ocuparlos.

Cuando llegue mi hermano mayor va a tener que explicarme lo que estaban haciendo los cabros un día que los encontré cuando estábamos sacando chupones, yo me fui para otro lado a comer por que el cabeza de Guaipe me estaba tirando las pepas en la cara y cuando volví los pillé a todos haciendo eso. Estaban botados en el pasto con la tula en el aire esperando que se les pararan las mosquitas, cuando se les paraban hartas las mataban apretándolas con el cuerito, yo les dije que eran unos chanchos y el cabeza de guaipe me dijo que era un pendejo y que la pichula no sirve pa puro mear. Además me dijo que todos hacían eso y más, pero que había que tener cuidado por que salen pelos en las manos o uno se puede quedar ciego si se corre mas de 45 pajas.
Yo no le entendí mucho pero cuando llegue mi hermano mayor me lo va a contar por que él es muy corrido en esas cosas de mundo, porque es mas grande y es capo.

Cuando llegue mi hermano mayor, yo estoy seguro que le va a construir una animita al cabeza de guaipe, después de todo se portó como un superhéroe moquillento. Estábamos todos en el río, tirándonos piqueros y pintándonos completos con barro que parecíamos monos, cuando de un repente la Rosa Ester que iba cruzando con su guagüita y una canastá de ropa se tropezó con una piedra y por suquetar el canasto soltó a la guagua, que se fue sumiéndose en el agua por la correntá pa`bajo. Nadie se movió de los nervios pero el cabeza de guaipe corrió por las piedras filudas y se tiró al agua sin miedo y agarró a crío que ya iba medio blanco. Cuando llegó con el cargamento a la orilla y se lo entregó a la mamá, el cabeza de guaipe se cayó a la arena boqueando como pescado fuera del agua y dando saltos de pollo descabezado. A los días después supimos que el cabezita de guaipe tenía problemas al corazón y por eso se murió delante de nosotros.

Ahora que estoy mas grande y mi mamá ya me lo contó todo, yo no tengo hermano mayor, es decir lo tuve pero no va volver. Yo siempre creí que volvería y que ayudaría a mi mamá para que no llore en las noches, defendería a mi hermana y a mí me enseñaría cosas que enseñan los niños que no tienen papá. Pero yo creo que va a volver, le escribo cartas en las cambuchas que voy a elevar al cerro, cuando están bien altas las suelto y ellas se van volando y se pierden en los cerros hasta que se hacen tan chiquititas que se pierden. Es en esas cambuchas que he escrito todo lo que he visto y vivido, por que como mi mamá me dijo que mi hermano estaba en el cielo y que sabía leer muy bien a lo mejor de tantas le llegan algunas así sabe él que yo existo y le dé por volver aunque sea un ratito. Pero mi mamá me ha dicho que todos los que se fueron esa noche, llevados por los mismos milicos que nos enseñaron el juramento a la bandera, no volvieron nunca más.









SALMO.

El bar en donde las mujeres vivían solas se había convertido en un pudridero de recuerdos. No quedaba mas adorno que los dominós tirados a la munda en la mesa esperando completar la jugada que nunca comenzó y el hálito impertinente de alguna juerga triste. Las niñas tenían hambre, pero por supuesto, si esa era la visitante más asidua desde que cerraron las industrias y los trabajadores se habían ido en busca de otros prostíbulos y otros destinos. Se podía escuchar en el pueblo de tres calles el silencio de las barracas olvidadas: el murmullo del comején atragantándose con la miseria del aserrín y el golpeteo incesante de los techos de zinc suelto por el invierno del abandono.
Nunca se echaron la culpa entre ellas sobre de quien fue la que comenzó con el hábito de comerse a los clientes despistados que aún llegaban. Camioneros desorientados, caminantes de destinos infinitos, dolientes intrusos que venían en busca de los cementerios donde estaban los muertos con sus encías llenas de dientes de oro. Pudo haber sido la Susi talvez, con su manía de viuda negra que siempre golpeaba a sus clientes después de cada polvo. Fue la Otilia con la venganza eterna por lo de su mano zunca o la Auristela, que siempre buscaba al desgraciado que le quemó el ojo con el fierro de atizar el bracero. O la misma patrona con sus piernas estragadas de varices cubiertas con paños que humedecía con pichí de perro. Lo cierto es que hasta encontraron cierto amor en preparar carne de hombre, reducirlos hasta convertirlos en empanadas o en suculentos bistec que se daban la maña de hacer. Todo por culpa del hambre y la soledad, esas voraces sombras de los inviernos malditos.
Comenzaban atendiendo al desprevenido que venía buscando restitos de amor. Lo hacían sentir como un rey oriental con sus artes de hembras jugadas, con sus cariñitos guasos de mujeres ceremoniales, ¡añañay uyuyuy! mijitos por aquí, por allá. Y las palabras mágicas: “papito”. Sabían por supuesto, lo que todas saben, ningún hombre resiste un papito bien colocado y bien dicho. Para terminar, el baile calentón que era el mayor orgullo de las dueñas de casa y que dejaba a los miserables torrantes rendidos de amor ante ese oasis húmedo de piernas tibias y tetas sudorosas, haciéndolos pensar que las mujeres son un descuido maravilloso de Dios y un regalo del diablo a la vez.
De ahí venía el descalabro de la escena, una rápida cuchillada rebanaba un cuello lleno de lápiz labial y saliva de mujer. Después, los cortes precisos buscando las zonas más carnosas y blandas. El chuto y los testículos quedaban destinados para sopitas mañaneras con harto cilantro. Unas a otras, bien comedidas y habilosas, colaboraban con la limpieza, con el reparto de los restos inservibles a los perros. Las partes mas pesadas enviadas al hoyo, las vísceras y otros mondongos, a los jotes voraces que conocían la rutina de las tripas debajo de los cerezos del patio.
Las mujeres comían sin mirarse, disfrutando la carne dulzona y blanca de la cual salía un jugo gelatinoso y agridulce. Después, venía la rutina de las empanadas, como de cóctel delicadas y finas, preparadas en una fritanga sanguinolenta con la misma grasa del desafortunado. Si había vino, venía el salud circunspecto, si no lo había, sólo se oía la frase ritual de la patrona que mirando al cielo e invocando las bendiciones de dios y de la buena estrella decía con la paciencia curtida con los días largos y las noches eternas de toda su vida: JEHOVÁ ES MI PASTOR, NADA ME FALTARÁ.









LA LEYENDA DE LA GARRAFA DEL NEGRO ARTURO.

“En este lugar los que saben saben y si no.... caminito amigo”
Verso en el baño del Nápoles. Mercado de Valdivia

Cuando se juntaban todos los estudiantes después del estudio para una inauguración, concierto de gala, o charla magna o muchos otros etcéteras con vino de honor incluido, algo tenía que pasar. O alguno se lanzaba desde el puente de piquero como un hermoso pájaro borracho, o aquel se agarraba a combos con algún fantasma de CNI, que terminaba por ser un ex fantasma o ex Concertación, o ex cualquier diantre y la cosa se ponía color: ex divertida. Pero, eran noches de panorama, una exposición donde el arte del pincel nos servía de pretexto para tomar mucho vino gratis y del bueno, dos características que no siempre abundaban en esos días de universitario pobre, pero muy, pero muy feliz.
Fuimos todos, convocados por la solidaridad silenciosa que promueve el arte, aunque decir todos los amigos era un decir, faltó el “Felipe Stalin” para quien “la pintura si no se opone al sistema, es un instrumento del sistema”. Se despidió de nosotros ortodoxamente desde el puente, haciendo el saludo de Allende (ese de la manito en el aire) para que se nos removiera la conciencia. Aunque nosotros sabíamos que su izquierdismo de puente, era un desamparo absoluto porque su cara perpleja y triste, nos estaba delatando que no le quedaba nada mas entretenido y revolucionario en la vida que llegar a su casa y ver el programa de televisión más sistémico y conservador de todos.
Tampoco fue la gringa Ingrid, nerviosísima por la cercanía de las pruebas de Anatomía.“Y eso que todavía le falta el Sistema nervioso”; trataba de aclararnos siempre el Chico Cristian, para quien la posibilidad de pegarse una faena de amor con la alemancita era su única razón de vivir por aquellos días. Y le explicaba, de la manera más romántica, que lo primero que tenía que hacer era controlar los nervios en esas interrogaciones de músculos, para así poder llegar a las interrogaciones de los nervios sin tantos nervios, porque esas sí que eran difíciles. Total que entre nervios y músculos de ella, deseos de él, recorrían el Jardín Botánico estudiando los mas intrincados recodos del cuerpo humano, sin que ella le diera indicios de querer mostrarle lo intrincado de su cuerpo a aquel profesor itinerante, bucólico y erecto.
La exposición transcurrió como siempre, los discursos y las palabras que el mismo pintor emprendió agradeciendo al borde del llanto la presencia de todos nosotros, dieron paso a lo mas esperado: compartir el vino de honor con los muchos estudiantes ganosos, entusiastas y sedientos. Entre el bullicio, la música de terminal que siempre colocan en esas circunstancias encuentro a la Carola que me dice que me fije en la nostalgia universal que rodea al pintor que ahora conversa con el vicerrector. Me dice que me fije en sus manos, por que son las manos las que delatan a los condenados a tristeza perpetua. “Este si que es depresivo, esconde el pulgar entre sus dedos, nerviosamente por que es una añoranza de protección y de cobijo del útero materno”. En realidad, el artista parecía que de un momento a otro abrazaría a las demás personas para poder llorar de una buena vez. En esas angustias melancólicas estábamos cuando entró a escena, algo excitado, el Negro Arturo para decirme que buscara algo en el horizonte de la mesa que servía de bar en aquella típica exposición de la Austral. Busco debajo del pupitre y encuentro el árbol prohibido de todo estudiante universitario con mucha sed y pocas monedas: Una entreverada amalgama de garrafas de todos los colores a nuestro alcance y en despoblado. No dudo un instante, hay que tomar una de ellas echarla en mi mochila raudamente y sacarla como si fuera un celaje, a fondearla como si fuera un hueso santo, y volver al lugar del crimen como si fuera un perro que acaba de asegurar su mejor hueso. Decidimos planear el asalto con frialdad, cuando la mayoría de las autoridades se vayan o por opinión de la Carola cuando el pintor se vaya por fin a llorar a su Hotel. Sin duda a pesar del frío, el ambiente interno se fue tornando algo chispeante, la música institucional de ceremonias fue cambiada por algo de Totó la Momposina y sus tambores hicieron bailar a algunos bastante preparados ya para el desenfreno. Alguien gritó vamos a mi casa en Niebla, pero la sola idea de dejar muerto de desolación al pintor hizo posponer la idea para mas tarde. “El arte es una simple maniobra para que nos quieran un poco más” suspiró por algún lado la Carola. “Y no es lo mismo: El arte que helarte” Dijo el Chico Cristian siempre con un vaso en la mano y con sus sentencias que desesperaban por que siempre conllevaban algún oscuro juego de palabras.
Luego de un rato cuando sólo quedan los más rosáceos invitados producto del lechoso vino tinto, nos decidimos a comenzar con nuestro muy ansiado delito. El Negro Arturo justificaba con todas las razones del universo nuestra pronta operación. “El vino es de la tierra por eso nos pertenece”. Rápidamente decido precaverme y escondo una garrafa en mi mochila y con la cara llena de relajo salgo del lugar, busco algunas matas en el Jardín Botánico y la escondo reconociendo bien el sitio. “El vino es para compartirlo, no para mezquinarlo” El negro repitió mi acción y escondió su garrafa en el Jardín Botánico. Cinco veces repetimos la seguidilla de esconder las garrafas entre los matorrales y las cinco veces brindamos por nuestra astucia de ladronzuelos muertos de la dicha por los días de plenitud que vendrían en este invierno. Sólo dos seríamos los depositarios del secreto, así es que guardamos con precaución las huellas de nuestros zapatos hundidos en el barro con que la lluvia valdiviana bautiza la tierra por que es su hija predilecta. “El vino es una obra de Dios, no seamos mal agradecidos”.
Muchos días después, la juerga estudiantil se repitió gratis gracias a las garrafas escondidas que aparecían como sembradas por Dios o por el Diablo según fueran el resultado de las convivencias.
El resto es leyenda, se dice que la última no apareció, la última que escondió el Negro Arturo que, por su cabeza poblada de dionisios danzantes y bulliciosos nunca recordó ni recordará en la vida donde cresta la dejó. Dicen que todavía generaciones de estudiantes conocedores de este portento, se lanzan a la infatigable tarea de encontrar el vino añejado por los inviernos, sazonado por las tormentas, aderezado por su lenta y larga espera de bosque nativo universitario. Muchos buscan y todavía no la encuentran, por que duerme su sueño etílico esperando a aquel afortunado que logre por fin hallar la legendaria Garrafa del Negro Arturo.








LOS BAUTIZOS DE JONAS.

Jonás amó desde el primer día a Betzabe, la hija del pastor. Por ese amor eterno y a muerte, declarado en silencio, luchó contra la vergüenza que sintió al estar sumergido en las frías aguas del San Pedro con un ridículo sayal blanco para bautizarse como hermano evangélico y así estar cerca del aroma perturbador que emanaba la bella de sus sueños y pesadillas.
Jonás jamás conoció la paz después de ver el bello rostro de Betzabé entonando cánticos y tocando sabiamente el pandero iluminada por la gloria del señor. Sus manitas blancas danzaban celestiales junto a las cintas de colores y su rostro compungido se veía habitando la gracia de la buena nueva. Sus ojos humedecidos parecían desbordar cascadas de llanto como ese llamado del gran cuadro que coronaba el templo: “Ríos de agua viva”.
Pero Jonás tenía un pasado que contar antes de ser recogido como una oveja mas del rebaño evangélico. La verdadera picardía bautismal del pueblo lo había motejado como “pichula con tuercas” por su hábito de masturbarse horas enteras, con toda clase de artefactos y adminículos imposibles hasta que una vez, y con la vehemencia de su feroz mano derecha, lo hizo con una tuerca de bicicleta. Poco a poco friccionó, hasta que el frío metal le atrapó el miembro y sólo pudieron quitársela horas después en una concurrida operación un medico y un mecánico de autos. Desde ahí todo el pueblo lo señaló con ese ridículo nombre del que sólo escapó refugiándose como un respetado asistente al culto.
Sin embargo, la bendecida Betzabé fue reclutada, y así su carne y su sangre se instalaron prontamente a la diestra del señor. La muerte de la niña la causó a Jonás un dolor que se le reveló como el camino mismo del martirio. Lloró como un pariente y acompañó el velatorio rigurosamente. Mientras el pastor hablaba de las pruebas a las que nos somete el señor, a Jonás le pareció que Betzabe era una muerte hermosa y la paz de su semblante maquillado le provocaron un deseo insufrible, mas aún, el pastor insistía con que Betzabé dejaba ésta tierra tal como dios la mandó al mundo, sin mácula, sin el oprobio de la carne. La joven había muerto “señorita”, a sus veintiocho años era pura y su muerte en castidad era un detalle no menor y un buen antecedente para los funcionarios administrativos de la puerta del cielo.
El constante comentario, de la no iniciación de la difunta, le provocaron a Jonás una tristeza tan enorme, que el sufrimiento se le instaló entre las piernas y se le transformó en una erección irreductible, como una braza alargada. No pudo evitar que su cuerpo, destrozado por años de onanismo, quisiera poseer el cuerpo no poseso de la muerta.
El momento esperado llegó como por milagro. Todos los hermanos dejaron cuidando el féretro a Jonás, sólo acompañado por un viejecito legañoso que dormía como un finado más. No pudo evitarlo y abrió el ataúd barato con desesperación, contempló la lividez de la muerta con excitación, la puso en el suelo y despojándola con premura, la crucificó con su clavo fálico en la llaga inerte y virgen de Betzabé. Dio gracias a dios por cumplir con su tarea desenfrenada y disfrutó de cada vaivén que lo atraía como la muerte misma. Sin embargo, cuando quiso salir no pudo, algo lo retenía con fuerza y no pudo despegarse. El rigor mortis vaginal de Betzabe lo había abotonado como un quiltro de población.
Estuvo horas tratando de zafarse, entre sollozos y humores nauseabundos no logró despegarse. Tuvieron que ser todos los hermanos que a tirones y maldiciones lo destaparon como a un corcho. Jonás, tuvo que soportar una zurra de proporciones que los pacíficos, pero esta vez contrariados hermanos le propinaron en medio del templo junto a las maldiciones de ira profética que lanzaba el pastor a punto de un infarto bíblico.
Desde entonces huye de Dios y de los hombres conturbado por que ahora le dicen y para siempre “pichula con muertas”.





LA CAMBOYANA

“A las casquivanas novias de nadie, que coleccionan canas al aire”
Joaquín Sabina

Tomó todas sus precauciones de costumbre para vencer el pavor de salir de día y no derretirse en el sol vivo que hacía crujir hasta los pensamientos como latas de zinc mal clavadas en aquel noviembre illapelino. Tuvo que borrarse las manchas de pisco rancio en la sonrisa y disimular con afeites baratos las ojeras aradas con el óxido de tantas cumbias libradas en una sola noche. Le ardían los recuerdos porque varios machos ebrios le descalabraron las caderas y le sacaron de quicio las piernas y ahora daba pasos de maraca triste, como de liebre que ha parido elefantes. La sed, esa impertinente visita de la garganta, le pedía a gritos una pilsen heladita pero sólo reinaba en el universo de la casa, ahora en calma, un combinado recalentado por la luz canalla que se colaba por un visillo agujereado.- ¡O cago....o meo!- se dijo y se lo plantó de al seco.
Nunca encontró sus calzones en el desbarajuste de soldadesca en que quedó convertida la casa después de la fiesta y tuvo que irse a capela, protegida sólo por la reciedumbre de un jeans que le raspaba como lija nueva. Cerró la puerta por fuera con un portazo de cárcel y partió a los taconazos, como una reina de barajas muy digna, pero en el fondo muy triste.
Su mañana debía comenzar con los trámites de carné de identidad. Era temprano, así es que su número es uno de los primeros en enfrentarse a la maquina de identificación. Respondió las preguntas tratando de no opacar el aire con su tufo de water. Todo bien, hasta que la funcionaria, que nunca la miró a los ojos, le preguntó por su profesión. Ahí fue que no sabe de donde, sacó una rabia de siglos y partió a los tropezones entre las filas de gente malhumorada. Que se habrán creído, pensó en su furia sin sentido, yo soy camboyana, así me siento. Se volvió para aprovechar que el reducido auditorio de la oficina estaba adormilado y lanzó como un escupitajo espeso a todos y a nadie:
-¡Si no fuera por mí a los hombres no les quedaría otra que acostarse con sus mujeres!
Un silencio de mausoleo se petrificó en la atmósfera hasta que una impresora se encargó de destruirlo con su carraspeo de metralla. Todos volvieron a sus miradas de perdición y la vida siguió girando en forma plana, como gira para los que andan sin la caña mala. Ella salió a la luz de un día malditamente hermoso, pensando para que se perseguía tanto si total de ahora en adelante no figuraría en los registros de ningún país y decidida a gastarse la plata del carné en una cerveza bien helada.








LA SANTA QUILAQUEO.

“En mi cama durante las noches he buscado al que mi alma ha amado”
El Cantar de los Cantares


Sería tal vez porque su marido no estuvo nunca en casa que el inesperado título de viuda no la sorprendió y la única consecuencia concreta de la muerte de su marido, el carpintero Quilaqueo, fue el hecho de que por vez primera lo tuvo en casa dos días seguidos aunque haya sido en un cajón, siempre tan atareado con la dirigencia de su equipo de última división.
Desde entonces, la viuda Quilaqueo se convirtió en una mujer abnegada, sacrificando su propio cuerpo se convirtió en una invencible lavadora de ropa ajena y entre sábanas, camisas y otras pilchas fue estrujando su vida, y en los cordeles fueron cayendo gota a gota las últimas miserables huellas de su alegría, hasta quedar estropeada por la sequedad de su corazón. De tanto lavar y deslavar se le destiñeron de su rostro los colores de la ternura, la lavaza le ajó la piel, el algodón de su espíritu. La existencia se le percudió como un trapo con el cloro diario y la voz se le hizo tosca por no remojar la risa.
Una de sus noches infinitamente iguales, en que sus sueños de ropas almidonadas se interrumpieron con el golpear desesperado de la puerta fue a abrir con la desconfianza de las mujeres solas. No pudo con el temblor que le provocó la estampa inmensa, sobrehumana y salvadora del mismísimo señor Jesucristo en el umbral de su casa. Aún traía en su cabeza la sangre de la humillación milenaria de la corona de espinas. El Mesías no necesitaba permiso para entrar, la viuda Quilaqueo, dura como un pedernal antiguo, se dobló en pedazos ante el aura de santidad del célebre intruso que teñía con su santa sangre los choapinos mugrientos de su casa. Convencida de que con esa presencia la vida le premiaba de las agriedades de la existencia, y que ella, la mas humilde de entre las marchitas, la mas desdichada de entre las deshojadas, era la flor elegida para recibir en su morada la imagen hecha carne del hijo de dios en su tan anunciada segunda visita a esta valle de pobres pecadores. La viuda, sintiéndose como una Magdalena dichosa y atolondrada, se ofreció para limpiar las llagas aún borboteantes de diosito. En aquella penumbra glorificada por la presencia del señor, cogió los paños más puros y curó con cariños de hembra las heridas vergonzosas que los hombres, sin saber lo que hacían, habían hecho en ese cuerpo santo.
Fue tanta la pasión que sus manos, ariscas por el detergente, propinaron al Maestro, que se fue despertando en ella un frenesí que ya creía olvidado en su memoria jabonoza. Las grandes puertas del ardor original se habrían y las quería compartir con ese apóstol moribundo que fue respondiendo como hombre a sus sanasiones de mujer afiebrada. Y así, mientras la penumbra rodeaba la escena, el Cristo comenzó a acariciarle el cabello como a una leprosa, a tocarla como a una paralítica, a estrecharla como a una adultera, hasta que finalmente la besó con la pasión trémula de Judas en unos labios ardientes. Ella, ofrendó el rescoldo de sus piernas para la omnipresencia fálica del Rey de Reyes, hasta que ambos descendieron por unas sinuosos escalerillas sin retorno, hacia el infierno mas dulce. De esa forma dos cuerpos, los dos terrenales, se pegaron desaforados, como no aparecía en ninguna Biblia de este lado del mundo y como no quedará escrito en ningún libro.